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Mensaje de mayo de 2019 de la Obispa Presidente Elizabeth Eaton

 
Mensaje de mayo de 2019 de la Obispa Presidente Elizabeth Eaton

Los Interrogantes de la Vida

La buena gente del Living Well Center for Vocation and Purpose [Centro del Buen Vivir para Vocación y Propósito] de la Universidad de Lenoir-Rhyne me invitó a hablarle al estudiantado sobre el tema “Vidas que valen la pena vivir”. ¡Ay! Este es uno de los interrogantes de la vida —dentro de la misma categoría de “¿cuál es el sentido de la vida?” y “¿qué es verdadero, hermoso y bueno?” y “¿adónde van a parar los calcetines después de que uno los mete en la secadora?”

Para mí, éste resultó ser un buen tiempo de reflexión, aunque un poco inquietante. Nuestras vidas pueden verse consumidas por las múltiples ocupaciones —todas las cosas que hacemos o que tenemos que terminar para superar el día, la semana, el año, la vida. Muchas de estas cosas son necesarias; algunas, no tanto. Aun los que son llamados al ministerio público se dejan arrastrar por la interminable ronda de reuniones, informes, y eventos. Y algunos en este mundo no pueden darse el lujo de sacar tiempo para la contemplación, ya que luchan para que a sus familias nunca les falte el alimento, el vestido, y que permanezcan a salvo de los peligros.

Estoy escribiendo esto es tiempo de Cuaresma, tiempo de reflexión y evaluación. Cuento con el privilegio del tiempo y con el incentivo adicional de una fecha límite; he aquí algunos pensamientos.

Somos inundados con mensajes de salvación, o por lo menos de una mejor vida, a través de las cosas. Los anuncios publicitarios de productos tan diversos como automóviles, pasta de dientes, empresas de corretaje, herbicidas y muchos más están cuidadosamente diseñados para lanzar una visión de aspiración a la buena vida. A veces esta visión de la buena vida es presentada de una manera tan encantadora, que uno olvida cuál es el producto que están anunciando. Es posible que uno se pierda si decide tomar este camino. Siempre habrá una cosa nueva, la promesa de que uno puede ser más hermoso. Allí está —pero fuera de su alcance.

Jesús nos advierte sobre esto en la parábola del hombre rico, que creía que había alcanzado la buena vida. “Y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Lucas 12:19-20).

Entonces, ¿cuál es el punto? Si el materialismo no nos da sentido, ¿por qué mejor no renunciar?

Escuchamos en Eclesiastés: “Lo que ya ha acontecido, volverá a acontecer; lo que ya se ha hecho se volverá a hacer ¡y no hay nada nuevo bajo el sol!” (Ecesiastés 1:9). Aunque parezca mentira, el nihilismo puede proveer un marco para el sentido. “¿A quién le importa?” podría  rápidamente convertirse en “no me importa”. El protegerse de la decepción alejándose de este mundo de perocupaciones es tan tentador como la vida frenética en busca de la felicidad que se alcanza por el esfuerzo propio.

Creo que hay otra manera, una manera diferente, de moldear nuestras vidas. La vida cruciforme es la vida que vale la pena vivir. La vida cruciforme nos libera de nuestra lucha constante por lograr que nuestras vidas tengan sentido mediante nuestros propios esfuerzos. Nos salva de la extenuante búsqueda de la autojustificación y el mérito, de la pérdida de nuestro verdadero ser en toda nuestra gesticulación.

Jesús, quien fue crucificado y resucitado por el bien del mundo, derrumba todo eso. Él desmorona todas las pretensiones por parte nuestra y todas las alegaciones de salvación que el mundo ofrece. Dios viene a nosotros, nos valora, nos invita a venir a la vida y a la paz de Dios. Agustín, un teólogo cristiano primitivo, sabía esto al escribir lo siguiente: “Nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que no descanse en ti”.

La vida cruciforme también derrumba el nihilismo. Libres de la necesidad de salvarnos a nosotros mismos, y del entumecimiento de la inutilidad de todo aquello, la cruz nos abre a los demás, nos abre al mundo. La prisa de sentir nuevamente un “yo” que ha decidido salir de circulación es dolorosa. Pero también es señal de vida. Podemos sentir, podemos tocar y ser tocados por otros. La cruz nos libera para servir al prójimo. Esta la vida que vale la pena vivir que nos da Dios.

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